
Si usted cree que sabe lo que come, pero no sabe lo que significa el título de esta columna, lamento comunicarle que en realidad no sabe lo que come. Los VGMs (vegetales genéticamente modificados, o transgénicos) ya llevan años en los menús diarios de las familias chilenas; anónimos, desconocidos y sin etiqueta. Presentes en aceites, galletas, sopas y productos lácteos –entre otros muchos– los transgénicos que hoy se consumen en Chile llegan como ingredientes de alimentos importados de países como Estados Unidos, Argentina y Brasil, que son los monstruos mundiales (o campeones, si se quiere un tono más jovial) de este tipo de cultivos. Todo esto podría cambiar, sin embargo, de aprobarse una indicación sustitutiva al proyecto de ley sobre VGMs (que duerme en el Congreso desde 2006), y que fue presentada por el gobierno a mediados de marzo. ¿Qué dice esta modificación y cómo podría afectarnos?
En breve, hasta ahora la ley chilena sólo autoriza los cultivos transgénicos para semillas de exportación (principalmente soya, maíz y raps), los que ocupan unas 25 mil hectáreas entre las regiones I y X y palidecen en comparación a los 66 millones de hectáreas sembradas en Estados Unidos, a los 22 millones de Argentina y a los 14 millones de Brasil. De aprobarse la indicación sustitutiva al nuevo proyecto de ley, sin embargo, el uso de éstos se facilitará tanto para uso “controlado” (de investigación o producción de semillas), como para uso “liberado” (con fines comerciales); es decir, podrán comenzar a producirse también para el consumo interno. A los primeros se los aprobaría de manera automática, mientras que para los segundos sólo se solicitaría una evaluación de riesgo inicial presentada por los mismos interesados, y fácilmente apelable en caso de ser rechazada. ¡Bendita fe en la auto-regulación empresarial! Mientras, de manera nada democrática, el Ministerio de Agricultura se reserva el derecho a declarar ciertas áreas como “centros de origen y de diversidad”, para resguardar ciertas plantas nativas de la contaminación por VGM. Por ejemplo, algunos tipos de papa, tomate y frutilla. (Propongo desde ya que Chiloé íntegro encabece esta lista). Por último, de manera nada transparente, el etiquetado de productos que quieran declararse libres de transgénicos es optativo, pero el de los que sí lo son no es obligatorio. O sea, la presencia de VGMs en nuestra dieta diaria promete continuar siendo un misterio, al invertirse el peso de la prueba: son los productos convencionales los que tienen que certificarse como tales si así lo desean, mientras que los recién llegados pasan anónimos todos los controles.
Frente a esta propuesta, se han alzado las voces de investigadores independientes y de ONGs ambientalistas, que alertan sobre los potenciales efectos nocivos de los VGMs para la salud humana y ambiental, y denuncian los problemas que han generado en otros países: desde contaminación genética de las especies endémicas –como en México, donde se teme que el maíz de laboratorio arrase con las variedades nativas–, hasta la progresiva desaparición de los pequeños agricultores y la conversión de miles de hectáreas en monótonos monocultivos. Al otro extremo, la Sociedad Nacional de Agricultura celebra la medida, en cuanto –argumenta– permitirá a los productores competir mejor con sus pares extranjeros, y hará posible la convivencia de cultivos transgénicos y convencionales.